Hace mucho tiempo, aún
antes de que los humanos existieran, los animales tenían la habilidad del
habla y podían comunicarse entre ellos. Estos vivían en armonía en los bosques y
praderas del planeta, con frutos en abundancia gracias a las lluvias que eran constantes en
aquella Tierra.
Pero por causas desconocidas, unos meses después la abundancia terminó; los árboles y la pastura se tornaron amarillentos, y los
ríos comenzaron a secarse. Después de unas semanas de escasez, los animales
decidieron hacer un consenso para hablar de la situación. El punto de reunión sería la sabana y el encuentro tomaría lugar a la media noche.
Un animal de cada especie
fue al punto de encuentro. Encendieron una fogata, y comenzaron a platicar de
los problemas que tenían. El lobo y el perro, al observar que contaban con una
Luna llena esa noche, decidieron aullar. Aullaron tan fuerte que la Luna les contestó el
llamado.
Todos los animales se
encontraban a la expectativa. El lobo, que había iniciado la conversación, le
imploró a la Luna que le diera fin a esta sequía que estaba terminando con la
vida del nuevo planeta.
La Luna aceptó ayudar a
los animales a cambio de un sacrificio voluntario. Debía ser esa misma noche en la fogata
que habían encendido anteriormente. Todos los animales entraron en pánico y se negaron a saltar a la
fogata y perder sus vidas. Sólo el conejo tuvo la suficiente
valentía para ver por los demás animales y rápidamente corrió hacia la fogata sin
pensarlo dos veces. El conejo ardió y se desvaneció en un instante.
Los animales se quedaron
impactados por la valentía del conejo, y voltearon al mismo tiempo hacia el cielo y pudieron observar en la Luna la silueta de la liebre. Desde ese momento, por la impresión, los animales no pudieron
volver a expresarse con palabras y quedaron con sus balidos, ladridos y
maullidos.
La sequía terminó y la
figura del conejo, como recompensa por su valentía, quedó proyectada en la Luna
por el resto de la eternidad.